viernes, 18 de julio de 2014

Pensar en la muerte (Introducción)





No es la primera vez que escribo una entrada a partir de un artículo de Clàudia Rius. Esta vez, sin embargo, me lo ha puesto muy difícil pero su columna me ha impactado tanto que no he podido evitar documentarme un poco y, aun así, estoy segura de que voy a cometer innumerables errores. Pero me apetecía escribir esto. De antemano pido disculpas por todos los fallos e inexactitudes que va a haber en el texto. La historia de los Balcanes es compleja y aunque recuerdo la guerra como noticias lejanas en la tele y llegué a familiarizarme con nombres como Sarajevo, Mostar, Zagreb y Belgrado, nunca he profundizado en lo que fue aquella guerra ni, casi más importante, por qué ni para qué fue aquella guerra.
El 11 de julio de 1995 me faltaba exactamente un mes para cumplir los diecisiete. Aquel mismo día, a 2.002 kilómetros de mi casa, en la ciudad de Srebrenica, Bosnia – Herzegovina, tenía lugar la peor masacre de civiles desde la segunda Guerra Mundial. A mí me faltaban 30 días para los diecisiete; en Srebrenica, aquél día, alguien decidió que los que allí vivían no merecían cumplir los diecisiete, ni los veintisiete, ni los treinta y siete.
Después de la segunda Guerra Mundial, lo que entonces se llamaba Yugoslavia era un estado federal comunista bajo el mando de Josip Broz “Tito”. Aunque el ideal del mariscal Tito era una gran Yugoslavia unida, los sentimientos nacionalistas que existían hicieron imposible el proyecto. Así, desde los años setenta, las distintas comunidades que integraban Yugoslavia se vieron reconocidas a nivel político y surgieron seis repúblicas autónomas: Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia - Herzegovina, Macedonia y Montenegro y dos provincias serbias autónomas,  Kosovo y Vojvodina (a las que luego Serbia les suprimió la autonomía). Cada nacionalidad tenía una identidad y un bagaje cultural propios. Solamente los eslovenos tenían una lengua propia; el resto compartían lengua, si bien con peculiaridades idiomáticas en cada territorio, pero no religión: los croatas, como los eslovenos, eran católicos; serbios, macedonios y montenegrinos eran cristianos ortodoxos; y los bosnios y los kosovares eran musulmanes. En cada una de las repúblicas había minorías étnicas del resto de repúblicas: serbios en Bosnia (serbobosnios), serbios y bosnios en Croacia (serbocroatas y bosniocroatas) y albaneses en Kosovo (albanokosovares).
La muerte de Tito, en 1980, supuso el principio del fin de Yugoslavia, un estado que se había mantenido por el control  y la personalidad de Tito pero que no representaba a las distintas etnias que lo integraban. La crisis económica, la caída del comunismo y las discrepancias étnicas latentes pero, además, impulsadas desde arriba por parte de políticos con un discurso nacionalista radical y excluyente, crearon el caldo de cultivo idóneo para que aquello saltara por los aires. Los distintos grupos étnicos empezaron a echarse la culpa del mal funcionamiento del país, de la crisis económica, de los errores cometidos.
Con la anexión por parte de Serbia de Kosovo y Vojvodina y, gracias al sistema de representación proporcional que existía en Yugoslavia,  los serbios pasaron a ser mayoría dentro del gobierno federal, de modo que podían tomar decisiones unilateralmente. Los demás grupos, lógicamente, no se lo tomaron muy bien.  Los políticos nacionalistas aprovecharon el filón étnico para valerse de discursos manipuladores y populistas que enfrentaron a las distintas nacionalidades, basándose en diferencias raciales con pasados más o menos heroicos, victimización, injusticias endémicas y venganzas. Se creó como una épica romántica en la que un grupo era el bueno, el trabajador,  el héroe, la víctima; y, los demás, los malos, los verdugos, los vagos que impedían el desarrollo del pueblo. Serbia, Croacia y Eslovenia fueron las repúblicas donde el discurso ultranacionalista fue más vehemente, donde más se percibió el “nosotros” contra “ellos”.
Estando así las cosas, en 1991 Eslovenia  y Croacia proclamaron una declaración unilateral de independencia, que fue reconocida por la Unión Europea. Como el objetivo del dirigente ultranacionalista serbio Slobodan Milosevic era la creación de una “Gran Serbia” y el ejército (y, por extensión, el armamento) yugoslavo había quedado en manos de los serbios después de la deserción de los miembros de otras etnias por su desacuerdo con las políticas centrales, se movilizaron tropas a Eslovenia en un intento más de intimidación que por interés real de objetivos eslovenos, de modo que el conflicto duró apenas 10 días y finalizó con la independencia efectiva de Eslovenia, donde la población era mucho más homogénea que en el resto de repúblicas y no hubo mayores problemas. Sin embargo, Croacia sí tenía un interés real para Serbia puesto que existían en aquella república diferentes regiones habitadas por serbios, regiones que habrían de formar parte de aquella “Gran Serbia” soñada por Milosevic. De hecho, la región croata de Krajina, habitada principalmente por serbocroatas, llegó a autoproclamarse República Serbia de Krajina seguramente porque se estaba oliendo que el percal nacionalista terminaría con la independencia croata y el relego de los serbios a "ciudadanos de segunda". Esta secesión serbocroata no fue muy del agrado de Franjo Tudjman, el presidente de Croacia, que tampoco se caracterizaba por ser un tipo especialmente dialogante y conciliador.
Estalló una guerra sangrienta en Croacia. Murieron miles de civiles tanto del lado serbio como del lado croata y se desplazaron cientos de miles de personas. La guerra terminó, al fin, en 1995 con los acuerdos de Dayton.
Pero tal vez, la guerra que más nos llegó, probablemente por ser la más mediática o por su dramático final en Srebrenica, fue la guerra de Bosnia.
Pero este episodio, que es, en realidad, el que me ha impulsado a escribir esta entrada, lo dejo para el siguiente post.

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