martes, 21 de octubre de 2014

Sombras




A raíz de una entrada que leí que habla sobre las sombras de la maternidad de las que nadie te habla pensé en mi propia experiencia en eso de las sombras. Esta es la entrada (y el blog es muy chulo): https://maretameva.wordpress.com/2014/03/25/ombres-de-la-maternitat-i/

Y estas sombras son las mías:

Ya sé que todas las madres dicen lo mismo y todas lo piensan de verdad. Pero es que en mi caso es un hecho puramente objetivo, nada de ceguera provocada por el amor maternal. Mi hijo fue el recién nacido más precioso del mundo: la naricita perfecta, los morritos más dulces y redonditos, las manos más calentitas y suaves. Si lo hubiera podido elegir no lo habría escogido tan perfecto como fue. Por eso, el hecho que no me enamorara de mi hijo ni se me formara un aura de corazones rosas de algodón de azúcar a mi alrededor nada más nacer tenía que ser, a la fuerza, el resultado de un defecto mío de fábrica. Cómo se explica, si no, que quisiera regalar a mi hijo, aquella criatura dulce y desamparada, carne de mi propia carne, a la enfermera del nido, que quería hijos y no le llegaban?
Que naciera mi hijo y yo quisiera haber tenido el buen juicio de hacerme una ligadura de trompas antes de tener la genial idea de reproducirme me pilló francamente por sorpresa. Tuve un buen embarazo. Quitando el primer trimestre, que fue un periodo bastante angustioso después de mi historial de pérdidas, estuve bastante pletórica. Me sentaba bien estar preñada, me veía guapa, me sentía segura, tranquila, en paz. Es una sensación que no he vuelto a tener, como si el hecho de estar embarazada me previniera de cosas malas, ya ves tú qué tontería. Me gustaba estar embarazada, estaba contenta y hasta sentía, yo que soy lo menos místico y lo más antimeditación trascendental del mundo, una especie de conexión especial con mi bebé.  El embarazo ha sido la etapa más dulce de mi vida con diferencia.

Todo esto sumado a unas expectativas poco realistas provocadas por mi propia ingenuidad y, por relatos idealizados de la maternidad, donde los bebés son angelitos que duermen, gorjean felices y huelen a Nenuco y las mujeres mutamos en divinidades resplandecientes de amor infinito que por fin han encontrado el sentido de la vida y entran en una especie de nirvana maternal, provocó que me creyera de verdad el cuento.

La ostia fue monumental.

Lo peor no fue que mi hijo se pasara el día llorando ni que yo no pudiera levantarme apenas de la cama en todo el día porque tumbada con él encima era la única forma de conseguir unos minutos de calma. Lo peor no fue lo mal que se nos dio la lactancia ni la falta de sueño ni estar tan sumamente agotada como para llegar a fantasear con un ingreso hospitalario. Lo peor no era desayunar a las 6 de la mañana mientras el niño dormía porque si no después no tenía tiempo. Lo peor era aquella sensación de ambivalencia, de mirar a mi hijo, aquel bebé diminuto y perfecto que olía a panecillo blandito y no sentirme morir de amor. Lo peor era aquella sensación de saberme un monstruo por mirar a mi hijo y desear no haberlo tenido. Lo peor era la culpa infinita por no estar contenta, por no querer incondicionalmente a mi hijito, por sentir como una obligación tenerlo en brazos, acunarlo, por hacerlo todo desde fuera, sin implicarme, porque tocaba. Lo peor era aquella sensación de ser un fraude porque lo que a las demás les pasaba de forma natural a mí no me salía. Y no había vuelta atrás. Y aquel bebé desvalido que dependía de mí para todo no se merecía aquella mierda de madre y a lo mejor lloraba por eso. Yo también habría llorado en su lugar. Bueno, la verdad es que ya lloraba bastante. Mi casa era una fiesta continua.

Pero un día, no sé cómo, se me pasó. Supongo que para compensar mi falta de aptitud natural me obligaba a tener siempre a mi hijo cerca. Lo tenía casi siempre en brazos, lo ponía a dormir en mi cama, no soportaba que llorara y hacía cualquier cosa para que estuviera calmado y tranquilo. Igual, si me hubiera sentido más cómoda en mi papel de madre, con menos culpa y menos análisis habría actuado de otra manera pero estar pendiente de mi hijo a todas horas, tenerlo siempre cerca, llevarle conmigo a todas partes, insistir con el tema de la teta era lo mínimo que sentía que podía hacer para compensar a mi bebé por el churro de madre que le había tocado en suerte. Mi hijo y yo formábamos como una burbuja en la que me sentía cómoda porque sentía que no podía ser de otra manera. Y un día, no sé si hacia los 8 o 9 meses, tal vez un poco antes, miré a mi bebé y me sentí, por fin, morir de amor. Desde entonces, cada vez que miro a mi hijo, que ya no es un bebé pero sigue siendo perfecto y con el mejor olor del mundo, me siento morir de amor. Ya no necesito la burbuja porque he aprendido a vivir con las sombras. Y ya no me siento culpable, si acaso por no haber disfrutado de los primeros meses de vida de mi bebé como nos merecíamos los dos. Pero ni él ni yo nacimos enseñados y ambos hicimos lo que buenamente pudimos. El hijo-ratón, de momento, no me ha pedido el libro de reclamaciones por lo que me doy por satisfecha porque no debo de estar haciéndolo tan mal. Aunque también es verdad que no tiene mucho donde comparar.

martes, 7 de octubre de 2014

No es fácil




Hay veces que algunos momentos, algunas conversaciones, te reconcilian con el género humano, aunque sea de forma temporal. A mí me pasó el otro día, en una cena, cuando un amigo mío, un tío razonablemente atractivo y un culturetas de esos capaces de hablar durante horas de lo divino y lo humano, afirmó entre sorbo y sorbo de gintonic de 12 euros la copa  que la sociedad actual estaba convirtiendo en esquizofrénicas a mujeres perfectamente normales, que históricamente el patriarcado ha puesto a las mujeres en una posición tan jodida  que no se puede hablar de igualdad real en una sociedad creada a imagen y semejanza del hombre en la que la mujer ha tenido que encajar con mejor o peor fortuna pero que nunca ha llegado a hacerse suya. Toma ya. A priori no le presupongo a mi amigo motivos ulteriores del tipo regalar los oídos al público femenino ya que ellos ganaban por goleada (tres contra una, yo)  ni una estrategia para el encamamiento puesto que es un señor felizmente emparejado y padre de dos retoños. Por supuesto, no necesito que ningún hombre valide una postura que a mí me parece de una claridad aplastante pero no deja de ser agradable constatar que no soy una neurótica que ve fantasmas donde no los hay porque quedan fantasmas, muchos.

Se supone que las mujeres hemos recorrido un largo camino. Y sí, es todo un detalle que ya podamos votar (por cierto que en países como Suiza y Liechtenstein, tan civilizados, tan modernos y tan ordenaditos no legalizaron el voto femenino hasta 1971 y 1984 respectivamente) y que nuestro marido o nuestro padre no nos tenga que dar permiso para sacar dinero del banco o para coger un avión. Pero no podemos estar agradecidas por poder hacer cosas que se presupone que son un derecho en sí mismo. Es como si te dijeran, alégrate que por lo menos a vosotras no os lapidan por ir con falda corta. Bueno, es que sólo faltaría. El tema no es tanto lo que, por lo menos a nosotras no nos pasa sino las barbaridades que les pasan a otras en nombre de una tradición cultural impuesta por el patriarcado en el poder. Es decir, que está muy bien todo lo que se ha ido consiguiendo a lo largo de los años gracias a sufragistas y feministas que se jugaban el tipo y la vida por conseguir, no ya privilegios, sino derechos básicos y fundamentales. Pero me niego a dar las gracias a ningún hombre por haber sido tan magnánimo de cedernos unos derechos que son nuestros en tanto que seres humanos.

Aunque es verdad que, al menos en Occidente, ya no necesitamos pedir permiso para casarnos o para marcharnos del país o para estudiar en la universidad o para abrir una cuenta bancaria (y repito, es que sólo faltaría), esto que nos han vendido como liberación femenina no es más que un gol que nos hemos dejado colar y esta supuesta liberación nos está convirtiendo, como bien apuntó mi amigo, en esquizofrénicas. La verdadera igualdad no es posible desde el momento en que es la mujer la que se adapta a lo establecido sin que el hombre mueva un dedo por crear un nuevo orden social, por mucho que algunos se jacten de que “ayudan” a su mujer a poner la lavadora.

Aunque parezca que ya está todo hecho y que somos súper modernas y emancipadas no es tarea fácil ser una mujer en la actualidad. Una mujer moderna ha de ser una señora liberada económicamente independiente. Por eso tiene que trabajar fuera de casa. Para conseguir un puesto de trabajo pretendido, al mismo tiempo, por un señor, la señora en cuestión no tiene que demostrar que vale igual que el señor, tiene que demostrar que vale el triple, que es la hostia en vinagre, que si el señor habla inglés, ella habla inglés de Cambridge, mandarín y ruso. Que si él tiene carrera y máster, ella además tiene un doctorado en Harvard. En ese caso puede que le den el trabajo a ella. Con sueldo de administrativa recién salida de la FP, eso sí, porque cualquier día se preña (la mala costumbre que tienen las mujeres de reproducirse justo en la edad más productiva, oyes) y a ver qué haces. Así que vale, la mujer tiene que trabajar para no ser una maruja y una mantenida. Pero sin pasarse, eh? Porque si tiene hijos debe pasar tiempo con ellos, crear una sana relación de apego, darles la teta hasta que estén estudiando para el examen de química de la selectividad, vivir la maternidad como la reencarnación de Buda y preparar cupcakes integrales de mariposas y sándwiches de espelta ecológica con caritas sonrientes y naricitas de cerdito para la merienda para que nadie te mire de reojo por darle unas galletas príncipe que has comprado deprisa y corriendo en el chino de la esquina. Pero una mujer, como todo el mundo sabe, no es solo madre. También debe buscar tiempo para la pareja, no vaya a ser que el pobre marido se sienta desplazado por culpa de los hijos. Toda mujer moderna ha de tener siempre las ganas de folleteo a punto porque, pobres hombres, es que les tenemos súper descuidados y luego nos quejaremos de que busquen fuera lo que no tienen en casa (y esas lagartonas que acechan tentándolos, pobrecitos). Pero las mujeres, además, necesitamos tiempo para nosotras así que debemos organizar cenas con las amigas porque no somos solo madres y esposas, también debemos cultivar las amistades.  Pero tampoco vayamos a creernos que podemos ir de farra siempre que nos apetezca, que tenemos unas obligaciones. Y si vamos hechas unas zarrapastrosas es porque queremos porque ahí tenemos modelos de mujeres que también son madres y están estupendas, míralas en las revistas. Pero tampoco nos pasemos con la vanidad, que es de ser muy poco feminista y si te operas las tetas está mal porque no te aceptas pero si vas sin depilar también está mal porque eres una descuidada. Que al final parece que tengas que hacer una encuesta a nivel nacional para ver qué es lo que se supone que debes hacer con tu vida, coño.

No es verdad. No hay igualdad. No la hay desde que alguien (colectivo, sociedad, hombre, mujer, tradición, me da igual) se cree legitimado a disertar sobre la mujer como colectivo, como se supone que debería ser su comportamiento o cuáles son sus roles. Este solo hecho ya me parece una forma de cosificación de la mujer y no me importa que algunas opiniones o artículos o conferencias coincidan con la visión que tengo yo de lo que me gustaría para mí porque yo soy yo pero no todas las mujeres, de modo que lo que me sirve a mí puede no servirle a todas. Y no la hay desde que se siguen dando por válidos algunos patrones claramente paternalistas y discriminatorios, ofensivos, incluso, pero tan arraigados y tan normalizados que ya ni nos ofenden, que es casi peor. Porque es ofensivo que cuando violan a una mujer midan la longitud de su falda y cuenten el número de copas que se ha tomado. Es ofensivo que una mujer en el mando sea una mandona o una trepa o tenga una vida sexual poco satisfactoria. Es altamente ofensivo que un señor que manda tenga el cuajo de decir públicamente que le da miedo ir con una mujer en el ascensor. Es ofensivo que un señor deportista rebata una nominación para un puesto directivo deportivo diciendo que no está bien que una mujer entre en un vestuario masculino. Es ofensivo que el aspecto físico de una mujer sea motivo de comentario cuando esta señora no es modelo. Es ofensivo que en una discusión le pregunten a una mujer si le ha venido la regla. Es ofensivo que los hombres “ayuden” a las mujeres en casa y lo es casi más que una mujer le diga a la otra la suerte que tiene de que su marido la “ayude” tanto. Es ofensivo que “la otra” sea una puta. Es ofensivo que un hombre se sienta legitimado para decirle a una mujer que “sonría que está más guapa” en una situación clara de no flirteo. Es profundamente ofensivo dar por supuesto que cuando una mujer rebate alguna actitud claramente discriminatoria es porque es lesbiana y lo que necesita es un buen polvo que le quite la tontería.

Cambiad los ejemplos que más os gusten y sustituid “mujer” por “negro” y luego hablamos de poco sentido del humor y exageración.