miércoles, 31 de diciembre de 2014

Uno más y uno menos




No sé si lo había dicho alguna vez pero a mí la Nochevieja no me gusta nada. Pero nada. Que ya sé que es una noche como cualquier otra y lo que queráis pero me pone como muy triste. Me termino las uvas y no sé qué hacer, siempre se me rompe la goma del antifaz de las bolsas de cotillón y nunca sé desenroscar las serpentinas (yo soy poco habilidosa con las manos, la verdad) .Y tener que estar contento porque es Nochevieja. Y despertarse el día 1 con la lengua como de haberla pasado por una moqueta y con los acordes de los vals de Viena del concierto de Año Nuevo de fondo. Todo cerrado. Todo el mundo durmiendo. Y tú allí con tu tristeza y con ese vacío de tener todo el año por delante, que a ver cómo lo llenas, pensando que ha pasado un año sin pena ni gloria y, muy probablemente, el siguiente año también pasará sin pena ni gloria y así sucesivamente hasta que tengas 95 años. Muy existencialista, ya, pero mira, me da por ahí. El 1 de enero me parece el día más triste del año. Es como un súper lunes. En realidad los lunes son como viernes por la tarde al lado del día 1 de enero. Y encima toca una súper comilona, que te apetece tanto como que te arranquen las uñas una a una.
Las únicas Nocheviejas que recuerdo con cariño son las que pasábamos hace años en Andorra, en casa de unos amigos de mis padres. Las pasamos allí desde no sé exactamente cuándo hasta que tuve 10 u 11 años. La casa era (y es) increíble, un chalet de 3 plantas que olía a chimenea y a cosas buenas, a dormirse en la alfombra con el arrullo de las voces de los mayores y a pan tostado que se guardaba en un bote de cristal transparente con tapadera de color naranja. En la última planta había unas ventanas enormes desde las que se veía el pueblo. A veces bajábamos a comprar lo que se compraba en Andorra a mediados de los 80: barritas de chocolate con unos muñequitos en relieve, mantequilla President, galletas danesas, discos, cintas vírgenes de cassette y alguna radio para el coche si estábamos en modo súper intrépido, que luego te volvías a casa vía Varsovia para que no te pararan en la aduana. La Nochevieja en sí me traía un poco sin cuidado, era sólo la excusa perfecta para estar unos días allí. Los hijos de los amigos de mis padres eran bastante mayores que yo, cinco años el pequeño, nueve la mediana y diez la mayor y mi hermana me saca siete años, así que no me hacían excesivo caso pero yo era feliciana con mis cosas y estando por allí.
Pero lo de Andorra terminó y desde entonces he odiado siempre la Nochevieja. Tiene guasa que precisamente fuera a conocer al amantesposo el día del año que menos me gusta. El 31 de diciembre de 1998, para ser exactos. Seguro que mi amiga Yoda le encontraría un significado oculto o algo. El amantesposo tampoco es que llore de emoción ante la perspectiva de la Nochevieja, pero no me lo tomo como algo personal.
Por suerte para mí no soy de hacerme listas de buenos propósitos. Total para hacérmela, no cumplir ninguno y luego sentirme culpable por no haberlos cumplido pues casi que da igual. Así si no voy al gimnasio ni  voy, esta vez sí que sí, a depilarme cada dos semanas religiosamente ni amo a los demás como me amo a mí misma pues no pasa nada, me quedo en el sofá con mis pelos y odio un poco al prójimo y tan feliz.
También procuro no hacer mucho balance porque, de nuevo, me entra como mal rollo. Pero va, en deferencia al post de hoy, lo intentaré. El 2014 ha sido un año extraño. Básicamente malo por una pérdida completamente inesperada. Tanto que, después de casi 7 meses, mi cerebro no ha terminado aún de registrarla y me parece increíble que haya pasado. Pero, siendo justos, el 2014 también ha tenido cosas buenas. Puedo decir con total convicción que cuento con dos nuevas amigas, L. y M., que ya son algo más que compañeras de clase. El 2014 me ha regalado también un grupo si no de amigos sí de excelentes compañeros de clase que lo han hecho todo más divertido. He adelgazado 15 kilos. He empezado un blog. He retomado un contacto mucho más cercano con mi amiga V. de Madrid. Me he cortado el pelo. He empezado a ver la luz al final del túnel y ha sido un buen año viajero: Roma en julio, Londres en agosto, Sarajevo en noviembre y Madrid en diciembre. He empezado a aprender a despojarme de la culpa maternal. Me gusto más y me quiero más. Y como no me gusta la Nochevieja me he cansado de fingir que sí que me gusta y este año nos quedamos en casa con el hijo ratón. Comeremos curry y compraremos la botella de vino más cara que encontremos.
Y el año que viene, ya veremos.

jueves, 25 de diciembre de 2014

Me mudo



Empecé con lo del blog sin creérmelo demasiado. Estas cosas sólo las hacen los demás y yo no sé nunca de qué escribir. O sí pero no me apetece que lo lean los demás. Nunca había pensado en tener un blog personal hasta que escribí la primera entrada. Cuando la hube terminado pensé que era la primera y la última. Pero de algún modo la cosa fue fraguando y me gusta tener el blog, es una de las mejores cosas que ha tenido el 2014. Cada vez que publico una entrada pienso que esta vez sí que sí, que ya no se me va a ocurrir nunca nada más. Pero de momento la cosa parece que sigue fluyendo. Así que aquí estoy, 9 meses, 46 entradas (47 con esta) y 15.000 lecturas después. Que ya sé que son una mierda de cifras pero para las previsiones que llevaba me parece alucinante haber sido capaz de escribir 46 entradas y todavía más alucinante que se hayan leído 15.000 veces. Estoy contenta y me hace mucha ilusión y me sirve de terapia. Por eso, aprovechando estas fechas de regalos he decidido autoregalarme un dominio propio y darle una nueva imagen al blog gracias a la inestimable colaboración hermanil en esto del diseño porque yo soy una patata para estas cosas. Así que si os apetece, a partir de ahora me podéis encontrar en http://misasuntosinternos.com
Espero no quedarme sin ideas ahora que tengo una cara visible tan molonguis.
15.000 gracias a todos!

lunes, 22 de diciembre de 2014

Nosotras





20 de diciembre: nos reunimos cinco mujeres como cinco soles. Nos dan una mesa redonda muy chula en un rincón. Viene la camarera, una chica preciosa con rastas en el pelo y un piercing en la nariz de los que me gustaría hacerme a mí: chicas, el vino blanco o tinto? Nos miramos. Una de cada, no? La cosa promete.

Pedimos comida como si fuéramos a verla por última vez. Huevos a la brasa, croquetas, gambas con kikos, pizza de setas, bravas de moniato, perturbadoras mini hamburguesas de pies de cerdo,  tataki de pato, pastel de chocolate con helado y trufas para el café. No sé quién inventó eso de que las mujeres no comemos. Bueno, las demás no sé. Nosotras comemos, doy fe. Luego nos quejamos de que tenemos barriga pero, como dice A., en algún sitio tenemos que meter los intestinos.

Comemos y, principalmente, hablamos. Contamos las cosas más insignificantes con dos mil detalles, nos atropellamos, nos interrumpimos, nos morimos de risa. El año pasado, la cena navideña fue un mar de lágrimas. Este año dejamos las lágrimas en casa, que no nos cabían en el bolso.

R. ha venido divina, con una minifalda ajustada de lentejuelas negra, una blusa de seda blanca y los labios rojos. Me fijo en que llevamos todas los labios pintados de rojo (bueno, menos M. pero ella no se maquilla nunca). Con la edad tenemos la suficiente actitud: a los 25 te pintas los labios de rosa; a los 35, de rojo pasión.  R. nos habla de quistes y de coches inteligentes, de cómo ella y su barriga de embarazada de 8 meses se tuvieron que parar el día anterior a revisar los neumáticos de camino a una sesión de biodescodificación. Ella es mucho de biodescodificarse. Que lo mismo le vale para el quiste que para ponerse de parto que para dejar de pelearse con su madre que para afirmar que cómo nos va a ir bien en la vida si nos empeñamos en emparejarnos con tíos que son nuestros hermanos o algo por el estilo. No sé, tiene que ver con los trimestres y los días de nacimiento y cosas de esas esotéricas. Cualquier día nos tira las cartas. Pero nos reímos. Mientras lo cuenta se zampa las croquetas sin ningún rubor. Así preñada parece un Yoda sereno que nos ve desde su mente biodescodificadamente iluminada. Mola. Se queja de tener un ataque de cuernos porque ya no salgo con ellas y las he abandonado pero no es verdad. Lo que pasa es que no salgo, ni con ellas ni con nadie. Haz un asuntos internos, me dice. Y eso hago.

A A. he pasado a recogerla por casa para ir juntas hasta el pub en el que hemos quedado antes de cenar. Es un pub de esos de imitación irlandesa, bastante cochambroso, pero habíamos llegado a pasar las horas muertas allí y ponen churrucas de las que dejan los dedos apestosos durante semanas aunque te laves las manos con lejía con frenesí obsesivo - compulsivo. Ya no se puede fumar pero sigue oliendo a rancio. Estamos nostálgicas. Cuando llego a casa de A. está a medio arreglar y en modo quémepongoquenotengonadaqueponerme. Al final la convenzo para que se cambie el jersey negro de hermanita de la caridad que se me ha puesto por una camiseta transparente. Es guapa, es Navidad y lleva una faldita de flecos ideal. Pero no es un poco de pilingui? A. tiene un hijo que se lleva tres semanas exactas con el hijo ratón. Pasamos juntas los embarazos. El padre del hijo en cuestión la plantó cuando su bebé tenía 4 meses (si aún me chorreaban las tetas, tía…esta es A., tú la ves con pinta de salir en el Hola con Tamara Falcó y luego te suelta perlas como esta pero yo ya no me inmuto, hace 26 años que somos amigas). A. ha pasado el trago de un abandono en el momento de estrenarse en esto de la maternidad, ha tenido que conciliar tiempo con su hijo y tiempo con su curro porque tiene la inmensa suerte de ser autónoma (perdón, emprendedora) y no poder ponerse mala ni pedirle horas al jefe, pagar la hipoteca sola, terminar en urgencias cada vez que coge vacaciones y lidiar con una invasión de cucarachas misteriosas que empezaban a hacerla dudar de su propia cordura. Ponte la camiseta de pilingui, tómate la pastilla para el dolor de estómago y vamos a celebrarlo por todo lo alto!

E. ha adelgazado mogollón. Se quedó sin curro en abril y se ha recolocado hace un par de meses en un centro excursionista. Organiza cosas de esas de ir de excursión y de montaña y tal. Todo eso que me gusta tanto a mí. La vi flaca y hablando de cosas de maratones y pensé hala ya estamos, otra que se ha pasado al lado oscuro, qué va a ser de mí? Pero por suerte no. Ha adelgazado porque está buscándole el sentido a la vida y mientras buscas pues lo que pasa, que te olvidas de comer. Le sienta bien esto del autopsicoanálisis, está más guapa y más preocupada pero se ríe más y tiene el pelo más brillante. También ha cambiado los jerseys de cuello vuelto por las transparencias y le sientan mucho mejor. Será que se gusta más ahora que antes?

M. es el ojo que todo lo ve. La única rubia del grupo. La madre de mi ahijado. Parece que te da como reparo, allí tan seria, que es profesora en la universidad y todo, que es como muy de mayor y responsable, no? Y a veces pienso en morderme la lengua porque a ver qué va a pensar. Pero luego lo pienso un poco y la recuerdo guardándose paquetes de mortadela envasada al vacío en la carpeta para irse de farra interminable con su AX de cuarta generación y una tienda de campaña. O con 16 tiernos años en Inglaterra, fumando en casa de un francés recién conocido. O ya con treintaytantos entre gintonics y fiestas de moros y cristianos en la costa de Alicante. Que a lo mejor no habla mucho pero vaya, que a estas alturas, poco va a escandalizarse ya. Lo que pasa es que las cosas no son siempre fáciles y cada una lo lleva como puede o como sabe. Pero el sábado se acostó a las 6, como una campeona.

La del 20 de diciembre fue una buena noche. Como si nos volviéramos a conocer todas por primera vez. Y lo mejor de cuando conoces a alguien por primera vez es que todavía queda la anticipación de muchas otras noches por descubrirnos.

Un placer, preciosas. Ahora viene lo mejor.

PD: Tengo a mis amigas muy bien enseñadas. Después del fiasco del batidor de huevos, mi amiga invisible, conociendo mi debilidad por todo lo que tenga topos o estrellas, me regaló una blusa preciosa blanca con topos negros.Así sí.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

De Navidad, huevos y amigos




El pasado viernes salí a cenar con la gente de clase. Nosotros no necesitamos muchísimas excusas para salir por ahí pero es que además estamos a las puertas de Navidad y ya se sabe. Salí del restaurante con mi macrobolso, mi abultada carpeta azul, una sonrisa en los labios y una bolsa de plástico en la mano que contenía un jersey gris, un batidor de huevos,  una bolsita con maquillaje y una chaqueta negra cortita.

 Sí, he dicho un batidor de huevos. Cena de Navidad, también he dicho. Por un silogismo básico de Lógica de COU del tipo si A es igual a B y B es igual a C luego A es igual a C, la cena de Navidad y el batidor de huevos nos llevan irremediable y efectivamente al amigo invisible.

Vamos a ver, si es que no sé por qué me molesto yo en escribir nada si luego la gente hace lo que le sale del moño. Yo escribí una entrada algún día no muy lejano explicando qué se podía regalar y qué no. ¿Veis? http://misasuntosinternos.blogspot.com.es/2014/04/que-le-compro.html

 Vale que no especifiqué nada sobre el batidor de huevos y entono el mea culpa, pero si regalar una colonia ya estaba en la columna del no, no sé qué le ha hecho pensar a alguien que me gustaría tener, de entre todas las cosas que se pueden comprar, un batidor de huevos. A ver, que no es feo, eh? Es redondito  y metes el huevo ahí adentro y agitas el cacharro y el huevo sale batido y tal. Muy conveniente. Pero es un batidor de huevos, al fin y al cabo, y es Navidad, época de ilusión, coño, regálame un pintalabios rojo o unos pendientes o un brillantito de esos que se pegan en la nariz…hasta unos Ferrero Rocher, si me apuras y vas con prisas y a última hora. Pues no. Un batidor de huevos. Tócate los pies. Me inquieta plantearme la imagen que debo proyectar cuando alguien piensa que regalarme un batidor de huevos es una buena idea. Yo que me creía tan sofisticada. Me hace pensar en mi amiga Marga y su teoría de la Thermomix. Pero esta es otra historia.

 Es que claro, luego quedo yo como Ebenezer Scrooge protestando en tan entrañables fechas. Pero es que el amigo invisible es un invento del diablo. El único amigo invisible que tolero es el que hago con mis amigas. Porque son mis amigas y las quiero. Las conocí por allá en la época de cuando las pinturas de las cuevas de Altamira no se habían secado aún y durante 20 años nos hemos reunido religiosamente sin fallar ni un solo año para cenar, cotillear y darnos un regalo, llamémosle amigo invisible, llamémosle regalo de Navidad, porque ya hablamos de un presupuesto majo y de regalos que sabemos positivamente que nos van a gustar o, que al menos, no nos van a horrorizar. Nuestro amigo invisible es una excusa para juntarnos y establecer un nuevo récord anual del tipo a ver quién de nosotras habla más o cuenta más penas o más alegrías. Pero son 20 años y hasta yo me ablando. Y no deja de asombrarme lo poco y lo mucho que hemos cambiado en todo este tiempo, y cómo han evolucionado las conversaciones desde que empezamos con 16-17 hasta ahora que rondamos los 36-37: de las sangrías de las 4 de la tarde a esta noche me dejan hasta las 12 a tía que me ha pedido salir, a bodas, separaciones, embarazos, pérdidas, nacimientos, muertes y divagaciones sobre el sexo de los ángeles. Y un año más viejas cada vez, con más arrugas y más canas pero un año más sabias y más molonas. Ni que sea por eso ya vale la pena el amigo invisible.

 Pero no sé qué moda es esta de ahora que a la que se monta un sarao en las inmediaciones del mes de diciembre siempre sale algún iluminado en plan, tíos, tíos, he tenido una idea superoriginal, y si organizamos un amigo invisible? Y tú allí con cara de nada pensando, ¿es necesario? Pues se ve que sí. Da igual lo que sea, la comida de empresa, una cena de madres de la clase de los conejos, la junta de accionistas del Banco, la reunión de vecinos del bloque…es Navidad, nos queremos todos mogollón y toca hacer el amigo invisible. Y tienes un presupuesto de 5 euros y te ha tocado el contable, al que te cruzaste un día por casualidad cuando salías de la entrevista de trabajo hace 13 años. Y claro, pasa lo que pasa. Mi batidor de huevos es una pieza de art-déco al lado de algunos regalos de amigo invisible: gatitos de porcelana con tres bombones de chocolate con leche del malo, llaveros de los chinos, tangas rojos (del que se cree transgresor a la par que cachondo), ceniceros en forma de wáter, soportes de esos para poner el móvil de formas más o menos originales…y tú con cara de entusiasmo, claro, porque tu amigo invisible está presente y no es plan de hacerle un feo. Con lo malísima actriz que soy yo.

 En fin, que nada. Que feliz Navidad a todos y tal.

 PD: Si mi amigo invisible me está leyendo, en serio, que no está tan mal eh? Seguro que hago unas tortillas cojonudas, con lo que  me gusta a mí la tortilla francesa (y esto es rigurosamente cierto).

 PD 2: Yo regalé un cómic muy chulo. A mi amigo invisible le gustó. O al menos es mucho mejor actor que yo, que tampoco es muy difícil. Lo mismo está encendiendo la barbacoa con él y yo aquí sintiéndome toda orgullosa de mí misma.

 PD 3: Este sábado tengo el amigo invisible con mis amigas. Ironías de la vida, cenamos en el sitio en el que nos encontrábamos a los 16 para jugar al duro con sangría a las 4 de la tarde. Aquel garito se hizo mayor, se jubiló y hoy es un restaurante glamouroso y divino como nosotras.

martes, 9 de diciembre de 2014

Si me pierdo...





La Gran Vía. Callao. Los teatros. Merendar torrijas. Patatas fritas a granel. Tíovivos en la plaza mayor. Castañas y mazorcas asadas. Lotería. Lhardy. Las mil maneras de pedir un café. El café con leche en vaso de cristal. Desayunar churros con chocolate. Los vendedores de barquillos. Malasaña. Las putas de la calle Montera. Los calamares. El Prado. El barrio de las Letras. Don Pío Baroja presidiendo la feria de libros de la Cuesta de Moyano. El vermut de grifo. Salir de cañas. Las banderillas de aceitunas. Las barquitas de El Retiro. Los vendedores ambulantes de bombetas. Las pelucas en los puestos navideños de la Plaza Mayor. Las escaleras del Arco de Cuchilleros. Los huevos rotos. La Latina. Los maravillosos nombres de las paradas de metro: Arturo Soria, Alonso Martínez, Canillejas, Sol, Chamartín. Niños con nombres de las novelas decimonónicas y niñas con lazos imposibles y zapatos de charol. Gente por todas partes y a todas horas. Fuencarral y Hortaleza. El Café de Oriente. Las Vistillas. El mercado de San Miguel. El sabor de pueblo grande venido a más. Los libros de Almudena Grandes. La glorieta de Bilbao. Los VIPS. El letrero luminoso de Tío Pepe en la Puerta del Sol. La Mallorquina. La calle del Carmen. Arenal a reventar. La plaza de Santa Ana. Los caramelos de la Violeta. El museo del Jamón. Recoletos. La carrera de San Jerónimo. La calle de Alcalá. El café de Gijón de cuando Madrid reunía lo más granado de la cultura.

Madrid me gusta. Es una ciudad que parece hecha expresamente para mí. Callejera e insomne. En otra vida fui madrileña. A mí, si me pierdo, que me busquen en Madrid.

martes, 2 de diciembre de 2014

El lado oscuro


A mi amigo F. lo conocí en la Universidad hace un par de años. F. era un tipo corriente, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo ni todo lo contrario. Probablemente no habría dado el perfil para desfilar en la Fashion Week de Nueva York pero, a parte de eso, era, como digo, un tío perfectamente normal. Masticaba caramelos y comía palmeras de chocolate de la máquina de guarradas del bar de la facultad y te lo podías imaginar sin problemas tomando chupitos de tequila en cualquier antro. La última imagen de tío normal que tengo de él se remonta al pasado mes de julio, cuando nos encontramos en Barcelona por un tema académico. Iba mal afeitado y llevaba una camiseta chula de algún garito de Londres y un casco de moto encajado en el codo. Tras terminar con el asunto académico que nos había reunido subimos a tomar unas cañas al bar con vistas a los pies del Tibidabo al que íbamos algunos viernes después de clase. Un detalle debió haber activado la alarma en mi cerebro: pidió una cerveza sin alcohol. A mí, a priori, la gente que bebe cerveza sin alcohol me hace desconfiar. Seguro que a esta gente le gusta Tom Hanks y los vídeos de gatitos. Aun así, como deferencia a la amistad que nos unía, quise creerme la excusa de que tenía que conducir y no hice una lectura más profunda de aquel hecho aparentemente inocente y aislado. Pero, desde luego, no hay más ciego que el que no quiere ver.
Y pasó el verano.
Este curso tenemos asignaturas distintas y no coincidimos. Así, cuando lo volví a ver después del día de la cerveza sin alcohol era ya noviembre. Había adelgazado unos treinta y siete kilos, cien gramos arriba cien gramos abajo. Quesehayapuestoarégimen, quesehayapuestoarégimen, quesehayapuestoarégimen, me recuerdo rogando en mi fuero interno. Podía tolerar imaginarlo maldiciendo cada hoja de lechuga sin aliñar, cada insulsa acelga, cada pescado hervido a los que su dieta se habría visto reducida. Pero no. Iba muy bien afeitado y me contó que se había depilado. Así que con todo el dolor de mi corazón no pude seguir negando la evidencia durante mucho más tiempo: sí, F. también se había pasado al lado oscuro. F. se ha convertido en runner.
Y es que, admitámoslo, hoy en día si no eres runner no eres nadie, poco más que un paria social digno de lástima al que los dioses de bambas fosforito miran de reojo mientras chasquean la lengua y niegan con la cabeza con tal superioridad de nirvana deportivo que hasta casi tienes que pedir perdón por no ir a correr. Antes te dejaba el novio, te zampabas un kilo y medio de turrón de Suchard, llorabas un poco, te ponías música cursilánime para regodearte en tu miseria, te pegabas un par de farras con tus amigas y, oye, mano de santo. Qué tiempos aquellos. Si hasta casi que estabas deseando que te dejara el novio. Ahora no. Ahora cualquier motivo es bueno para mutar en runner: que te has separado, que has dejado de fumar, que tu jefe es un cabrón que te explota, que tu hijo suspende en el cole, que el color mostaza te sienta como una patada en el páncreas, que el camarero del curro es un borde y siempre te trae el cortado con espuma cuando sabe de sobras que a ti la espuma del cortado te da como grima...sea lo que sea, tú, a correr. Bueno, yo no, los del lado oscuro.
Pero claro, que de repente la plebe en masa haya empezado a correr como si no existiera un mañana ha dificultado el asunto. Antes te ponías un pantalón de chándal de los de estar por casa, unos calcetines blancos de aquellos que tenían una rayita roja y una rayita negra, unas bambas que lo mismo te servían para ir a correr que para irte de vacaciones a Peñíscola y una camiseta de Pinturas Bernabé y te ibas tan ricamente a hacer footing. Corrías un ratito y después te tomabas tu vermut con sus berberechos y toda la pesca. Y sin remordimientos, que para algo habías ido a correr. Molaba. Pero ahora no. Ahora tienes que tener alguna ingeniería textil y un máster en nutrición para salir a correr: camisetas térmicas de tejido lunar, calcetines de compresión reforzados que neutralizan la peste a pies, barritas de proteínas imitación clembuterol, marcapasos o cuentapasos o lo que sea que hagan con los pasos los cacharritos estos que se ponen en el brazo. Vamos a ver, que está muy bien lo de hacer un poco de deporte y tal pero, asumidlo, no todos sois Kilian Jornet, en serio que con las Pinturas Bernabé vais que os matáis. Y las bambas. Esas bambas aerodinámicas, que no pesan y tienen muchos colorines y son súper chulas. Que ahora se ve que es moda llevarlas por la calle aunque no vayas a ir a correr, en plan de street wear, casi que para llevar con el traje y la corbata de ir a trabajar. Elamantesposo dice que es para que los miembros de la tribu se reconozcan entre ellos y den a conocer al mundo su superioridad de semidioses olímpicos. Pero no cuela, porque con lo que valen las bambas tienes para dos pares de Jimmy Choos. Seguro que las llevan para amortizarlas.
Ahora el más tonto se apunta a un Iron Man. Porque las maratones ya son muy mainstream. Y las medias maratones ya ni te cuento. Que va un pobre iluso diciendo que ha corrido una media maratón y los demás lo felicitan con fingido entusiasmo en plan qué guay tío pero por dentro están pensando, mariquita...Ahora lo que se lleva es cruzar el desierto del Namib. Sin parar para dormir ni beber agua ni nada. Agua? Bah, eso es para los principiantes.
Pero, amigos runners, no me lo tengáis en cuenta. Pensad que en el fondo debo de estar resentida porque yo no corro ni nada y a lo mejor me da un poco de envidia vuestro sincero entusiasmo. Bueno, eso, y vuestras bambas tan molonguis.Oye, que a lo mejor ni que sea por comprarme unas ya me compensaría probar. Así que ya veis, sin acritud. Y que la fuerza os acompañe.