No sé si lo había dicho alguna
vez pero a mí la Nochevieja no me gusta nada. Pero nada. Que ya sé que es una
noche como cualquier otra y lo que queráis pero me pone como muy triste. Me
termino las uvas y no sé qué hacer, siempre se me rompe la goma del antifaz de
las bolsas de cotillón y nunca sé desenroscar las serpentinas (yo soy poco
habilidosa con las manos, la verdad) .Y tener que estar contento porque es
Nochevieja. Y despertarse el día 1 con la lengua como de haberla pasado por una
moqueta y con los acordes de los vals de Viena del concierto de Año Nuevo de
fondo. Todo cerrado. Todo el mundo durmiendo. Y tú allí con tu tristeza y con
ese vacío de tener todo el año por delante, que a ver cómo lo llenas, pensando
que ha pasado un año sin pena ni gloria y, muy probablemente, el siguiente
año también pasará sin pena ni gloria y así sucesivamente hasta que tengas 95
años. Muy existencialista, ya, pero mira, me da por ahí. El 1 de enero me
parece el día más triste del año. Es como un súper lunes. En realidad los lunes
son como viernes por la tarde al lado del día 1 de enero. Y encima toca una
súper comilona, que te apetece tanto como que te arranquen las uñas una a una.
Las únicas Nocheviejas que
recuerdo con cariño son las que pasábamos hace años en Andorra, en casa de unos
amigos de mis padres. Las pasamos allí desde no sé exactamente cuándo hasta que
tuve 10 u 11 años. La casa era (y es) increíble, un chalet de 3 plantas que
olía a chimenea y a cosas buenas, a dormirse en la alfombra con el arrullo de
las voces de los mayores y a pan tostado que se guardaba en un bote de cristal
transparente con tapadera de color naranja. En la última planta había unas
ventanas enormes desde las que se veía el pueblo. A veces bajábamos a comprar
lo que se compraba en Andorra a mediados de los 80: barritas de chocolate con
unos muñequitos en relieve, mantequilla President, galletas danesas, discos,
cintas vírgenes de cassette y alguna radio para el coche si estábamos en modo
súper intrépido, que luego te volvías a casa vía Varsovia para que no te
pararan en la aduana. La Nochevieja en sí me traía un poco sin cuidado, era
sólo la excusa perfecta para estar unos días allí. Los hijos de los amigos de
mis padres eran bastante mayores que yo, cinco años el pequeño, nueve la mediana
y diez la mayor y mi hermana me saca siete años, así que no me hacían excesivo
caso pero yo era feliciana con mis cosas y estando por allí.
Pero lo de Andorra terminó y
desde entonces he odiado siempre la Nochevieja. Tiene guasa que precisamente
fuera a conocer al amantesposo el día del año que menos me gusta. El 31 de
diciembre de 1998, para ser exactos. Seguro que mi amiga Yoda le encontraría un
significado oculto o algo. El amantesposo tampoco es que llore de emoción ante
la perspectiva de la Nochevieja, pero no me lo tomo como algo personal.
Por suerte para mí no soy de
hacerme listas de buenos propósitos. Total para hacérmela, no cumplir ninguno y
luego sentirme culpable por no haberlos cumplido pues casi que da igual. Así si
no voy al gimnasio ni voy, esta vez sí
que sí, a depilarme cada dos semanas religiosamente ni amo a los demás como me
amo a mí misma pues no pasa nada, me quedo en el sofá con mis pelos y odio un
poco al prójimo y tan feliz.
También procuro no hacer mucho
balance porque, de nuevo, me entra como mal rollo. Pero va, en deferencia al
post de hoy, lo intentaré. El 2014 ha sido un año extraño. Básicamente malo por
una pérdida completamente inesperada. Tanto que, después de casi 7 meses, mi
cerebro no ha terminado aún de registrarla y me parece increíble que haya
pasado. Pero, siendo justos, el 2014 también ha tenido cosas buenas. Puedo
decir con total convicción que cuento con dos nuevas amigas, L. y M., que ya
son algo más que compañeras de clase. El 2014 me ha regalado también un grupo
si no de amigos sí de excelentes compañeros de clase que lo han hecho todo más
divertido. He adelgazado 15 kilos. He empezado un blog. He retomado un contacto
mucho más cercano con mi amiga V. de Madrid. Me he cortado el pelo. He empezado
a ver la luz al final del túnel y ha sido un buen año viajero: Roma en julio, Londres en agosto,
Sarajevo en noviembre y Madrid en diciembre. He empezado a aprender a despojarme de la culpa maternal. Me
gusto más y me quiero más. Y como no me gusta la Nochevieja me he cansado de
fingir que sí que me gusta y este año nos quedamos en casa con el hijo ratón.
Comeremos curry y compraremos la botella de vino más cara que encontremos.
Y el año que viene, ya veremos.