martes, 20 de mayo de 2014

Humor y escaleras






Ayer al mediodía estaba subiendo por la escalera mecánica de la estación de Sarrià cargada con el ordenador portátil modelo edad de bronce, un bolso tipo tripa de Jorge con una carpeta de cartón al borde de la desintegración con textos de Aristóteles y ejercicios de mates financieras, un carpesano fucsia rígido lleno de apuntes sobre sistemas cambiarios y políticas fiscales, el monedero, veinticinco juegos de llaves, un spiderman con su moto correspondiente, un par de calcetines sucios de mi hijo (mi bolso es una fuente inagotable de sorpresas), gafas de sol, móvil, cargador del móvil, un sobre de cromos de Peppa Pig, cargador del  portátil, ibuprofenos, caramelos de menta, un lápiz de ojos marrón (por si me daba un ataque de vanidad en plena calle y/o me cruzaba con Juan Diego Botto), un boli negro y un boli rojo. Mientras subía por la escalera en cuestión me pasó una cosa que me ha pasado infinidad de veces, aquello que vas tú en tu escalón tan ricamente cuando, de repente, alguien, normalmente un tío, con mucha prisa a tu espalda te dice perdona, ¿te apartas? Y tú te tienes que hacer un gurruño a un lado para que el prisas pase por tu lado chasqueando la lengua en plan si es que os ponéis en medio, joder. Que ya de entrada dices, coño, pues si tienes tanta prisa sube por la escalera normal que para algo está, digo yo, ¿no? Pues no, el fenómeno brasas con prisas en las escaleras mecánicas es universal, debe de formar parte de alguna ley no escrita de la naturaleza o algo, primero fue la Ley de la Gravedad y, poco después, la Ley de la Escalera Mecánica.  La anécdota sería una anécdota intrascendente sin más, a lo sumo molesta pero inofensiva, si no fuera porque me hizo ser consciente de que estoy de un humor de perros. Porque no parece un acto ni muy adulto ni muy racional (atributos la adultez y la racionalidad que se me presuponen por edad y por no encontrarme, por el momento, en ninguna institución cuyo uniforme obligatorio sea la camisa de fuerza) visualizarme agarrando al prisas por la corbata para arrastrarle escaleras abajo y lanzarlo a la vía del tren. Estaría feo. Así que vale, estoy de mal humor.
El mal humor no es agradable para los que te rodean pero es muchísimo peor sufrirlo en primera persona. Porque si los demás, que te ven unas pocas horas al día o, con suerte, a la semana, no te soportan, imagínate soportarte a ti mismo en versión deluxe 24 horas al día non-stop. De modo que por una mera cuestión de supervivencia intentas que se te pase más pronto que tarde. Pero es un esfuerzo que ríete tu de Sísifo y su piedra porque parece que los planetas tienen la manía de alinearse para ponértelo difícil.
De entrada el invento este de la primavera. Vamos a ver, la primavera es la estación más sobrevalorada del año con diferencia. Yo creo que Dios Nuestro Señor se encontró con que le sobraba una estación y, por no tirarla, dijo bah, yo la pongo, digo que es la estación del amor y súper guay todo y cuela fijo. Pero a mí no me la dan. No se puede esperar nada bueno de una estación que te hace ir con sandalias y forro polar. No es de fiar.
Luego, la gente. Hay mucha gente idiota repartida por el mundo. En serio, fijaos, muchísima. Y yo cada vez tengo los niveles de tolerancia humana más bajos. Durante mi etapa de burbuja puérpera era guay porque yo iba a los sitios, gruñía lo justo y necesario para comunicarme y me volvía a mi casa como una reina. Tenía la vida social de un mejillón pero me daba igual. Pero un día me aventuré a ver qué había fuera de la burbuja y lo que vi no estaba mal, había gente que molaba, risas, cosas de personas mayores y me envalentoné. Y ahora claro, la gente se piensa que soy simpática y tal y no. Sigo siendo una rancia pero que de vez en cuando se toma un gintonic. No hay más.
Otra cosa, otra moda que no entiendo, la de exponer trabajos académicos en público. Vamos a ver una cosa, los compañeros sudarán millones de la presentación. Y asumo que el profesor ya debe de saber leer desde hace tiempo. Entonces, ¿para qué tanta parafernalia? Yo lo escribo, tú lo lees, me pones la nota que te parezca y tan amigos, oye.
Más cosas. La báscula. Ese invento satánico a punto de ser aprobado como instrumento de tortura por la convención de Ginebra. Te dices, has adelgazado 14 kilazos, estás divina. Pero tu yo interior es un yo orondo y ajamonado que pugna por impedir que puedas abrocharte el pantalón. Tu yo interior es un cabrón que se dedica a calcular cuantos días tienes que pasarte alimentándote a base de alfalfa para compensar la media docena de cacahuetes que te zampaste el sábado en el aperitivo. Esas cosas.
Y luego ya cosas así genéricas: los trending topics, los políticos, la tele, los jetas, la gilipollez, el pensamiento único, estas cuatro paredes, los lugares comunes, los tópicos, los cotilleos, la estupidez, la mediocridad, las bromas sin gracia, el aborregamiento. Lo de siempre, vaya.
Esta mañana he creído empezar a ver luz cuando he despertado a mi hijo. Con una pereza infinita ha abierto los ojos y me ha dicho mamá, men, que te hago sitio. Me he acostado a su lado, estaba calentito de la cama, ha pegado su nariz a la mía, me ha plantificado un beso en los morros y con su carita soñolienta me ha soltado, guapa! La suerte me sonreía y parecía que el mal humor se hacía más pequeñito. Pero luego, pensando, ilusa de mí, que las cosas ya sólo podían cambiar para mejor, he cogido el móvil para darme cuenta de que las súpermamis de la guarde han creado, por fin, el temido grupo de whatsapp. Si es que así, ni queriendo se puede.

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