miércoles, 7 de mayo de 2014

Lo que no pasa



Nostalgia:  f. Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida.

Esta es la definición de nostalgia que da la Real Academia Española. Ellos saben mucho más que yo de definiciones, claro,  pero a mí me parece  poco acertada. A veces, es verdad, te acuerdas de cosas buenas que te han pasado en la vida y sientes aquella punzadita hueca en la boca del estómago. Pero no es, para mí, una tristeza melancólica, sino una nostalgia dulce porque te permite conservar la memoria de algo que te hizo feliz cuando tocaba, de alguien a quien tuviste cerca en el momento adecuado. Puede que lo eches de menos pero si lo echas de menos es porque lo tocaste con los dedos, porque fue real y te pasó a ti y puedes rememorar aquella felicidad tantas veces como lo necesites. Un verano interminable de playa y cervezas, un concierto, recibir cartas en papel, el nacimiento de un hijo, el viaje de tu vida, una noche de risas y buena compañía, una historia de amor que consiguió que te reconocieras en tu propia piel. Ya no lo tienes pero en su momento fue tuyo y de nadie más y, por haberlo sido, puede volver a serlo cada vez que quieras. Ojalá todos los días de mi vida estuvieran llenos de esta nostalgia porque significaría que estoy viviendo.

Yo, si tuviera que dar mi propia definición, diría que es algo así como Nostalgia: f.Tristeza melancólica originada por la certeza de la ausencia de una dicha futura.

Esta es, creo, la verdadera nostalgia, la que entristece, la que preferimos que no exista. Si no podemos evitar encontrárnosla una y otra vez nos decimos que ya somos mayores y que tenemos que asumir que los sueños están bien pero que hay que tener los pies en la tierra. Y nos lo creemos y seguimos adelante con nuestra mediocridad o, mejor, con la seguridad de lo que tenemos. Pero cuando no tenemos que defendernos ante nadie, cuando ni siquiera encontramos los motivos suficientes para defendernos ante nosotros mismos, a veces no nos queda más remedio que sucumbir a la idea hipotética de que, tal vez, somos lo que somos y no lo que nos gustaría ser. Entonces es cuando le vemos los ojos a nuestras renuncias y aparece la nostalgia con mayúsculas. De repente ya no podemos pensar en lo que haremos cuando seamos mayores porque ya somos mayores y hacemos lo que buenamente podemos o lo que nos hemos acostumbrado a hacer. Y en un cajón se van acumulando renuncias y sueños pero no nos atrevemos a tirarlos porque todavía queremos creer que, a lo mejor, cuando pase más tiempo, quién sabe, tal vez...

Y renunciamos a nuestra librería con suelo de madera y alfombras raídas, con sus butacas de piel, sus clubs de lectura y su patio arbolado para leer a la sombra en verano, donde el tiempo existe para perderlo entre estanterías, tazas de café y buenas conversaciones. Renunciamos a vivir en la playa, a dar la vuelta al mundo, a escribir páginas que nadie publicará, a cuidar de nuestros hijos, a revivir nuestra mejor historia de amor, a leer, a estudiar por el puro placer de saber cosas nuevas. Renunciamos a nuestro tiempo y a lo que nos prometimos que haríamos un día, cuando fuéramos mayores. Pero ese día ha llegado y somos adultos y seguimos igual y, entonces, nos vemos con perspectiva y nos decimos, con esa sonrisa de quien está de vuelta de todo, que aquello estaba muy bien para soñar.

Pero, por lo que pueda pasar, los sueños siguen estando a mano en el cajón. Supongo que porque nos cuesta admitir que, efectivamente, ya no tenemos edad para jugar.



 




No hay comentarios:

Publicar un comentario