La Gran Vía. Callao. Los teatros.
Merendar torrijas. Patatas fritas a granel. Tíovivos en la plaza mayor.
Castañas y mazorcas asadas. Lotería. Lhardy. Las mil maneras de pedir un café.
El café con leche en vaso de cristal. Desayunar churros con chocolate. Los
vendedores de barquillos. Malasaña. Las putas de la calle Montera. Los
calamares. El Prado. El barrio de las Letras. Don Pío Baroja presidiendo la
feria de libros de la Cuesta de Moyano. El vermut de grifo. Salir de cañas. Las
banderillas de aceitunas. Las barquitas de El Retiro. Los vendedores ambulantes
de bombetas. Las pelucas en los puestos navideños de la Plaza Mayor. Las
escaleras del Arco de Cuchilleros. Los huevos rotos. La Latina. Los
maravillosos nombres de las paradas de metro: Arturo Soria, Alonso Martínez,
Canillejas, Sol, Chamartín. Niños con nombres de las novelas decimonónicas y
niñas con lazos imposibles y zapatos de charol. Gente por todas partes y a
todas horas. Fuencarral y Hortaleza. El Café de Oriente. Las Vistillas. El
mercado de San Miguel. El sabor de pueblo grande venido a más. Los libros de
Almudena Grandes. La glorieta de Bilbao. Los VIPS. El letrero luminoso de Tío
Pepe en la Puerta del Sol. La Mallorquina. La calle del Carmen. Arenal a
reventar. La plaza de Santa Ana. Los caramelos de la Violeta. El museo del
Jamón. Recoletos. La carrera de San Jerónimo. La calle de Alcalá. El café de
Gijón de cuando Madrid reunía lo más granado de la cultura.
Madrid me gusta. Es una ciudad
que parece hecha expresamente para mí. Callejera e insomne. En otra vida fui
madrileña. A mí, si me pierdo, que me busquen en Madrid.
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