miércoles, 31 de diciembre de 2014

Uno más y uno menos




No sé si lo había dicho alguna vez pero a mí la Nochevieja no me gusta nada. Pero nada. Que ya sé que es una noche como cualquier otra y lo que queráis pero me pone como muy triste. Me termino las uvas y no sé qué hacer, siempre se me rompe la goma del antifaz de las bolsas de cotillón y nunca sé desenroscar las serpentinas (yo soy poco habilidosa con las manos, la verdad) .Y tener que estar contento porque es Nochevieja. Y despertarse el día 1 con la lengua como de haberla pasado por una moqueta y con los acordes de los vals de Viena del concierto de Año Nuevo de fondo. Todo cerrado. Todo el mundo durmiendo. Y tú allí con tu tristeza y con ese vacío de tener todo el año por delante, que a ver cómo lo llenas, pensando que ha pasado un año sin pena ni gloria y, muy probablemente, el siguiente año también pasará sin pena ni gloria y así sucesivamente hasta que tengas 95 años. Muy existencialista, ya, pero mira, me da por ahí. El 1 de enero me parece el día más triste del año. Es como un súper lunes. En realidad los lunes son como viernes por la tarde al lado del día 1 de enero. Y encima toca una súper comilona, que te apetece tanto como que te arranquen las uñas una a una.
Las únicas Nocheviejas que recuerdo con cariño son las que pasábamos hace años en Andorra, en casa de unos amigos de mis padres. Las pasamos allí desde no sé exactamente cuándo hasta que tuve 10 u 11 años. La casa era (y es) increíble, un chalet de 3 plantas que olía a chimenea y a cosas buenas, a dormirse en la alfombra con el arrullo de las voces de los mayores y a pan tostado que se guardaba en un bote de cristal transparente con tapadera de color naranja. En la última planta había unas ventanas enormes desde las que se veía el pueblo. A veces bajábamos a comprar lo que se compraba en Andorra a mediados de los 80: barritas de chocolate con unos muñequitos en relieve, mantequilla President, galletas danesas, discos, cintas vírgenes de cassette y alguna radio para el coche si estábamos en modo súper intrépido, que luego te volvías a casa vía Varsovia para que no te pararan en la aduana. La Nochevieja en sí me traía un poco sin cuidado, era sólo la excusa perfecta para estar unos días allí. Los hijos de los amigos de mis padres eran bastante mayores que yo, cinco años el pequeño, nueve la mediana y diez la mayor y mi hermana me saca siete años, así que no me hacían excesivo caso pero yo era feliciana con mis cosas y estando por allí.
Pero lo de Andorra terminó y desde entonces he odiado siempre la Nochevieja. Tiene guasa que precisamente fuera a conocer al amantesposo el día del año que menos me gusta. El 31 de diciembre de 1998, para ser exactos. Seguro que mi amiga Yoda le encontraría un significado oculto o algo. El amantesposo tampoco es que llore de emoción ante la perspectiva de la Nochevieja, pero no me lo tomo como algo personal.
Por suerte para mí no soy de hacerme listas de buenos propósitos. Total para hacérmela, no cumplir ninguno y luego sentirme culpable por no haberlos cumplido pues casi que da igual. Así si no voy al gimnasio ni  voy, esta vez sí que sí, a depilarme cada dos semanas religiosamente ni amo a los demás como me amo a mí misma pues no pasa nada, me quedo en el sofá con mis pelos y odio un poco al prójimo y tan feliz.
También procuro no hacer mucho balance porque, de nuevo, me entra como mal rollo. Pero va, en deferencia al post de hoy, lo intentaré. El 2014 ha sido un año extraño. Básicamente malo por una pérdida completamente inesperada. Tanto que, después de casi 7 meses, mi cerebro no ha terminado aún de registrarla y me parece increíble que haya pasado. Pero, siendo justos, el 2014 también ha tenido cosas buenas. Puedo decir con total convicción que cuento con dos nuevas amigas, L. y M., que ya son algo más que compañeras de clase. El 2014 me ha regalado también un grupo si no de amigos sí de excelentes compañeros de clase que lo han hecho todo más divertido. He adelgazado 15 kilos. He empezado un blog. He retomado un contacto mucho más cercano con mi amiga V. de Madrid. Me he cortado el pelo. He empezado a ver la luz al final del túnel y ha sido un buen año viajero: Roma en julio, Londres en agosto, Sarajevo en noviembre y Madrid en diciembre. He empezado a aprender a despojarme de la culpa maternal. Me gusto más y me quiero más. Y como no me gusta la Nochevieja me he cansado de fingir que sí que me gusta y este año nos quedamos en casa con el hijo ratón. Comeremos curry y compraremos la botella de vino más cara que encontremos.
Y el año que viene, ya veremos.

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