lunes, 14 de abril de 2014

Amor



Lo mío con Juan Diego Botto viene de antiguo.

Empezó, lo admito, como un rollete de una noche en Historias del Kronen.  La peli me gustó normal y él me gustó lo suficiente como para que me compensara la película pero una era entonces joven e inexperta y no supo detectar que allí había potencial de amor del bueno. Mejor, así he sufrido menos.

Pero después llegó Martín (Hache) y ya no pude resistirme mucho más. La película, espectacular. Los actores, enormes. La historia, desgarradora. Y Juan Diego Botto, cuando al final le dice a su padre, andá a verla a Alicia, che;  para no volver a dormir en la vida. Ya está, lo vi claro, aquello era amor, amor con mayúsculas. Pero en fin, la adolescencia, las inseguridades y los malos consejeros me apartaron de su camino.

Desde entonces y hasta el sábado pasado me he enamorado una y otra vez de Juan, es como si me olvidara de él hasta que lo vuelvo a ver y pienso, ¿ves? Es amor, seguro. Así, lo he visto en Novios, Sobreviviré (que la película me pareció un churro pero él está para pedirle en matrimonio) y Roma. En el teatro lo vi por casualidad en el Poliorama en Rosencrantz y Guildenstern han muerto, una obra que da protagonismo a dos personajes secundarios del Hamlet de Shakespeare. Me encantó la obra y me flipó él en directo. Juan gana en las distancias cortas. Yo estaba sentada en primera fila, tan tan cerca del escenario que si hubiera estirado un poco el brazo habría podido tocarlo. La felicidad.

Pero es que resulta que me ha pasado una cosa. Me di cuenta, el pasado fin de semana, a mis casi 36 años, de que he encontrado al hombre de mi vida. Más vale tarde que nunca, ya, pero la verdad es que ahora me viene un poco mal a nivel organizativo. Aunque pueda parecer lo contrario, el hecho de estar absoluta e incondicionalmente enamorada de Juan no tiene nada que ver con el hecho que la obra que vi el sábado, Un trozo invisible de este mundo, me haya parecido brillante. La obra gira alrededor de la migración, el exilio y el desarraigo. Está compuesta por cinco monólogos, cuatro de ellos interpretados magistralmente por Juan Diego Botto y uno por Astrid Jones. Son historias tristes, duras, pero que hacen sonreír. El texto está escrito por el propio actor, o sea que, a parte de ser un genio en el escenario y el tío más atractivo que ha pisado la tierra, encima va y escribe bien. El mundo está mal repartido, desde luego.

En el primer monólogo, Arquímedes, un policía fronterizo, un tipo paternalista, condescendiente y odioso, cuenta su versión ordenada del mundo para hacernos entender por qué aquí ya no cabe nadie más. Lo peor no es su discurso, lo peor es que mucha gente compraría ese discurso absolutamente convencida de estar siendo respetuosa y ecuánime. Aterrador.

El segundo, Locutorio, nos muestra a un inmigrante argentino llamando por teléfono a su mujer, que se ha vuelto a su país. A través de una charla aparentemente casual y que incluso hace reír, nos vamos adentrando en la soledad y en las dificultades de muchas de las personas que llegan a Europa buscando una oportunidad mejor en la vida, pero también en el amor propio y en la vergüenza de muchos que prefieren no regresar a asumir el fracaso personal de tener que admitir que, en ese soñado primer mundo, siguen siendo los últimos.

Luego viene Hijo, el monólogo protagonizado por Astrid Jones y basado en una historia real. Cuenta el caso de una mujer congoleña que murió en Madrid tras pasar meses en un centro de internamiento para extranjeros. Después de su muerte se abrió una investigación penal por negligencia y mala praxis. Samba Martine tenía sida y nadie supo diagnosticarle la enfermedad que la mató. Cuando se quejaba le daban ansiolíticos. La investigación, por supuesto, terminó archivada. A pesar de ser la parte de la obra que menos me llegó, curiosamente este fue el primer monólogo que me hizo llorar. Pero no sólo por lo dramático de la historia, que también, sino por un hecho que, desde que soy madre, me parece el peor de los destinos: tener que dejar a tu propio hijo para irte a miles de kilómetros a cuidar del hijo de otra. También en esta parte descubrí la frase que creo que mejor se refiere a la dignidad humana, y es que tienes derecho al pan pero también a las rosas. Porque vivir no es sobrevivir.

También lloré con Turquito, el cuarto monólogo. El Turquito es uno de los 30.000 desaparecidos de la dictadura militar argentina. La historia del Turquito nos habla de héroes y de cobardes, de valientes y de gusanos, de hombres corrientes que toman el cielo por asalto y terminan convirtiéndose en héroes por motivos que trascienden toda ideología. Porque la vida tiene que ser esto, ¡carajo! Yo también te habría preparado café, Turquito.

Por último, El privilegio de ser perro me parece quizás la parte más profunda de la obra y, desde el testimonio de un exiliado argentino, están, por un lado, el desarraigo y la soledad provocados por ese exilio, esa sensación de no pertenecer a ningún lugar, la certeza de que las desgracias pasan porque sí, sin ningún orden cósmico ni divino y que sólo se puede soñar con ganar la lotería. Por otro lado está la condescendencia intelectual de quien se se siente seguro en el lugar que ocupa en el mundo: olvídalo, aprende a vivir con ello, no hay nada que pueda hacer que lo que ha pasado no haya pasado. La resignación. El conformismo. La vida vivida a medias, sin todas las piezas necesarias. La dictadura argentina, la sacrosanta transición española, no os quejéis, no miréis atrás, no empecéis otra vez con lo mismo, aquello está ya superado. Qué fácil nos resulta hablar cuando no tenemos a ningún hijo desaparecido, a ningún abuelo tirado en cualquier fosa común. Qué soberbia aconsejarle a alguien que lo olvide cuando ni siquiera tiene un cuerpo que enterrar. Es verdad que diez está tan lejos de infinito como dos pero diez, a la fuerza, ha de ser mejor que dos y espero, Juan, que consigas, al menos, tu diez.

Bueno, y resumiendo, que vayáis de una vez a ver Un trozo invisible de este mundo. Luego no digáis que no os avisé.

A todo esto, Juan Diego Botto no querrá casarse conmigo, ¿no?
 

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